—y entonces la vieja puta habla, con aquella voz nasal de actriz de película muda que tantas fiestas nos aguara a mi hermano y a mí, en su tono perpetuo de reproche exasperado:
—Te estábamos buscando. Nos habían dicho que estabas en el recibidor.
y me esfuerzo por sentir odio o desprecio por aquella voz, pero me sorprendo incapaz de todo salvo una tibia indiferencia; y la sorpresa es tal que quedo congelado a mitad de la escalera; mirando a estas dos extrañas conocidas, a estas mujeres tan diferentes que sin embargo comparten el nombre, estas dos iteraciones contradictorias de la eterna María Negrete —sin saber qué decir o cómo decirlo, como si los años en el norte hubieran borrado de mi boca la gramática de la lengua de mi madre —y al adivinar mi desconcierto, María la Joven deja crecer su sonrisa triste hasta que las comisuras de sus labios finos acarician el borde de sus pómulos prominentes y lisos —se trata de la boca de mis primeros deseos, la boca otora soñada, imaginada infinitas veces como la cosa más dulce que el universo esconde; la boca jamás besada, y que hoy me parece tan poco deseable como los gélidos labios de una estatua de mármol —María la Joven sonríe y avanza unos pocos pasos hasta llegar al pie de la escalera, en tácita invitación a que me acerque; y entonces, movido no sé si por una cortesía aprendida a fuerza de tropiezos, o quizás por un reflejo surgido de las ruinas de un deseo enloquecido que ha muerto pero ha dejado profundas huellas, mis pies avanzan hasta llegar a ella —y con inesperada soltura ella me abraza y me planta un falso beso en la mejilla, en el más mexicano y más burgués de los gestos; y se separa de mí y me toma de los hombros y me mira a los ojos con aquella misma sonrisa, sacudiendo la cabeza levemente —y la encuentro triste y ya no tan niña —y estoy por decirle algo cuando ella me le el pensamiento y se me adelanta y dice:
—Estás muy cambiado.
Interrogatorio II
Villalobos llegó pocos minutos después, acompañado de otros dos oficiales y del mayordomo. La luz de la oficina era más brillante que la del incendio, así que Rodríguez podía distinguir perfectamente las caras de los recién llegados sin que estos pudieran percibir otra cosa que una luz cegadora, de nave alienígena o aparición celestial.
—Pase, por favor. —dijo Rodríguez con suavidad, al ver que nadie tomaba la iniciativa.
El mayordomo, un hombre mayor y de corta estatura, miró a Villalobos con ojos implorantes. Al no encontrar la menor simpatía, el viejo bajó la cabeza, manso animal domesticado, y subió a la camioneta con dificultad. Apenas hubo puesto pie dentro, Villalobos azotó la puerta detrás de él. Sobresaltado, el viejo torció el cuello como por instinto, buscando una salida. Cuando volvió el rostro, el detective le descubrió una expresión de absoluta desesperanza y resignación infinita que, más que lástima, le provocó asco.
—Siéntese. —dijo Rodríguez con suavidad ensayada, señalando con la mano una silla de plástico del otro lado de la mesa.
El viejo suspiró y se acercó muy despacio. Contra el piso de metal, sus zapatos de vestir resonaban como truenos en miniatura, inofensivos: los cañones de un ejercito de soldados de plomo. Se dejó caer sobre la silla de plástico. Tenía la camisa de vestir ennegrecida por el humo, el rostro lleno de arrugas y la piel de los brazos cubierta de manchas de sol. Una ruina humana, pensó Rodríguez, una derrota andante.
Con gestos lentos, el detective encendió la grabadora.
—Me va a permitir que le haga unas preguntas. —dijo Rodríguez con sequedad, omitiendo el signo de interrogación al final de la pregunta.
El viejo cerró los ojos y suspiró, asintiendo como un buey bajo el arado.
—Bien. En primer lugar, ¿cuál es su nombre?
Entre dientes, el mayordomo murmuró algo incomprensible.
—Hable con claridad, por favor. —con cortesía pero sin cordialidad.
—Enrique Bustamante. —repitió el mayordomo, como quien admite un hecho vergonzoso.
—Por favor, describa en qué capacidad se encontraba usted en el domicilio al momento del siniestro.
—Mayordomo.
Sinceramente,
NMMP
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