viernes, 5 de noviembre de 2010

Comienzo II

Frente a la noche oscura, la casa ardía; y el silencio de la madrugada se desplomaba, destrozado por los alaridos de decenas de sirenas y alarmas. Frente a los ojos hambrientos de luz de los vecinos, la casa legendaria se quemaba, y las llamas, casi blancas de tan rojas, parecían tocar el cielo y tragarse las estrellas.


De pie al otro lado de la calle, el detective Ignacio Rodríguez miraba la escena con un cigarrillo en la boca, pensando que en todo aquello había algo de la belleza de un naufragio visto a lo lejos. Rodríguez intentó imaginar los gritos, los empeños desesperados por abrir una puerta bloqueada por el colapso de algún objeto anónimo e inmovible; o tal vez la resignación triste, casi cobarde, en algún rincón del último piso. Sí, no cabía duda, había algo hermoso en el incendio de aquella casa enorme y ridícula, algo que sugería la justa retribución de un Dios iracundo contra la infinita arrogancia de sus constructores. Ignacio Rodríguez, sin embargo, no creía en Dios, y su principal afán en ese momento no era la contemplación estética del esplendor de la catástrofe, sino descubrir si había sobrevivientes. Encendiéndose otro cigarrillo, descubrió entre las sombras la figura de Daniel Villalobos, detective también, acercarse corriendo desde donde se escondían las ambulancias.


—La vieja, la cocinera y el mayordomo están todos vivos —dijo el recién llegado, sin aliento. —Faltan la hija y el archivista.

—¿El archivista? —preguntó Rodríguez.

—Sí, —resopló el otro, con la espalda encorvada y las manos sobre las rodillas, en actitud que recordaba a un futbolista amateur —aparentemente contrataron a un cabrón para que revisara unos documentos, y el tipo estaba adentro al comenzar todo. Nadie lo ha visto salir, ni tampoco a la niña.

—Ya. ¿Alguno está como para hablar?

—La cocinera está inconsciente y la vieja, histérica; pero el mayordomo aguanta. ¿Te lo mando?

—Por favor —respondió Rodríguez, lacónico.


Villalobos asintió y volvió por dónde había venido. Rodríguez lo miró con desprecio por un momento, maldiciendo en voz baja. Tornó los ojos al fuego y poco a poco, con desgana, terminó de fumar. Con un chasquido de los dedos lanzó la colilla al aire, en dirección a la calle. La pequeña luz roja brilló por un instante sobre el asfalto, un diminuto fragmento del incendio, y desapareció poco después. Se dirigió a la camioneta con las manos en los bolsillos y arrastrando los pies. Al llegar encontró la puerta abierta. Trepó con un crujir de rodillas, y se sentó detrás de una pequeña mesa plegable. Tras tentar un momento en la oscuridad, dio con el apagador. De súbito, la oficina se vio llena de una luz blanca y abrasiva, producto de un foco de halógeno que el departamento no se había molestado en cubrir con ninguna clase de pantalla. Los ojos de Ignacio Rodríguez tardaron un momento en acostumbrarse al brillo artificial, que daba a las paredes metálicas un aire estéril de morgue o quirófano. El detective se aseguró que la grabadora funcionaba y, cruzando los brazos, esperó.


Sinceramente,
NMMP

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