miércoles, 3 de noviembre de 2010

Comienzo

Hace tanto que no vengo, y ahora, después de tantos años, la casa parece un cementerio —toda vacía, toda llena de muerte, y, paradójicamente, llena de vida: en las paredes crecen hongos, entre los adoquines del patio estallan yerbajos, decenas de especies de insectos se reproducen entre los libros de la biblioteca —pero la casa está muerta, irremediablemente muerta: toda la luz se ha marchado: ya no queda nada del resplandor matutino, refractada mil veces en los incontables candelabros del comedor, que alguna vez iluminara los rostros durante los desayunos monumentales de ciertas mañanas de domingo; nada del brillo de la enorme chimenea que encendían en la sala durante las tardes lluviosas; nada de los fuegos de artificio y las luces de bengala; nada de nada: la casa está a oscuras a pesar de que no deben de ser siquiera las cinco —y al recorrer lentamente las salas, la cocina, las series interminables de cuartos de huéspedes, los baños enormes, los pisos y pisos de la biblioteca circular, espiral, que de niño me hacía pensar siempre en un caracol, pero que en realidad representaba a uno u otro dios de la mitología mexica —me cuesta creer que estoy volviendo a un lugar conocido, a una arquitectura familiar; los recuerdos se me escapan de las manos; y en cada mueble que debía detonar torrentes de imágenes y pasiones pasadas no descubro nada —o más bien si lo descubro, pero se trata de un recordar racional, consciente, voluntario: si me digo: “recuerda,” me escucho decir: en aquella silla, una vez, le hice el amor a una u otra chica de una u otra escuela católica —el nombre, como siempre, se escapa —pero es una cuestión meramente auditiva: no vuelve el rostro de la chica, el color de su pelo —ni tampoco la sensación de sus muslos, o el tono de su voz —recuerdo pero no recuerdo; como si con la luz hubieran huido de la casa todas las sensaciones pasadas, como si la casa hubiera muerto dos veces: la primera en el mundo real —la segunda en mi memoria —y entonces, en estas consideraciones, vagando sin rumbo, escucho una voz que me llama:

—¡Adriano!

desde abajo, desde las escaleras, y entonces me vuelvo, a pesar mío —porque lo cierto es que quisiera seguir buscando, con la esperanza ingenua de quizás encontrar un poco de luz en alguna parte y de ese modo sentir alguno mis recuerdos y recordar que es posible sentirse vivo, que no siempre fue así, que antes, si mi memoria no me falla, mi vida era un festín donde corrían todos los vinos —pero la voz me llama de nuevo:

—¡Adriano! ¿Dónde estas?

y así pues deshago mis pasos: escuchando la madera henchida de humedad y plagas gemir bajo mis pies; respirando un aire pesado, cargado de toda clase de esporas y mohos; sintiéndome otro —no estoy muy bien seguro quién, pero otro; uno que no sabe nada de lo que ha pasado en esta casa; o más bien uno que sabe muy bien, pero uno a quien no le importa —o tal vez uno a quién solía importarle, uno para quién lo que ocurría en esta casa era lo más importante del mundo: uno a quién dejó de importarle —y entonces descubro lo que ha pasado: me siento otro porque soy otro: yo, el de antes, ya no existe: ser, después de todo, es devenir —sucede que he cambiado —tal vez al mismo ritmo que la casa; tal vez del mismo modo —no se, no importa —y entonces al llegar al final del pasillo descubro que alguien por fin ha encendido una luz; y al bajar la larga escalera las veo, de pie en la sala principal, solemnes como en un velorio de cuerpo presente: madre e hija —las últimas habitantes de la casa; la mayor envejecida de forma prematura, buscando esconder con tinte rubio platino y maquillaje excesivo y pudoroso la momificación de su rostro, producto de la vergüenza y la humillación, de la muerte de su esposo y de mi hermano y de las esperanzas de redención; y la joven, la hija, sonriendo con tristeza desde el fondo de sus ojos verdes, con las mismas pecas, el mismo pelo castaño en trenza, el mismo suéter gris; pero en sus ojos hay un cansancio que antes no había, una cierta amargura sin nombre —y mientras desciendo la escalera me doy cuenta que la luz también ha muerto en ellas —nada queda del vértigo que la sola visión de la hija me provocaba, cada vez que se aparecía, sin avisar, como por casualidad, en la calle, desde lejos, acercándose, sonriendo, gritando mi nombre, con los infaltables guardaespaldas, luchando por seguirle el paso, los ojos fulgurantes de vagos terrores —nadad tampoco del desprecio instintivo que la madre me inspiraba, siempre vestida como para una premier, deprimida perpetuamente, jugando a la diva, a la víctima, a la señora feudal —nada, ya no queda nada —mi vida anterior ha sido aniquilada y aquí estoy, perdido y desconcertado, incapaz de orientarme, mirándolas, sin duda, con visible confusión ardiéndome en los ojos. . .


Sinceramente,

NMMP

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