A todos estos habría que encerrarlos con Manny Pacquiao.
Sinceramente,
SEMV
Ni acá ni allá, ni en la izquierda ni en la derecha, extranjeros en todas partes, confundidos, melancólicos, románticos y cínicos a un tiempo; en una palabra: insoportables. Que quede claro que nada de lo que se lea aquí tiene similaridad alguna con lo que el autor tenía en mente.
Omnipresent, omniscient, omnipotent camera — It does not matter whether it is God, your bodyguards, your father or Big Brother who is watching —your behavior will change if you are aware that you are being observed. Moreover, if the man behind the camera is a judge with the ability to promote you or demote you on the basis of your performance, the change in your behavior will, in all likelihood, be directed towards pleasing this figure of authority. Under constant surveillance, your life becomes a permanent act of theatre —you no longer live for the sake of living, you exist only to please the camera.
Your life in an open source dossier —Let us imagine a science fiction scenario: a large corporation creates a great Archive of Lives, and private citizens are invited to submit dossiers with information about themselves. When you agree to participate, you are asked to include a brief biography, a selection of interests, a few favorite movies. It is requested that you define your political and religious views in one or two words, and that you declare your sexual orientation. You are also asked to indicate your level of education, your workplace, and whether you are desperate for a hookup or looking the love of your life. Your dossier is to include a list of people whom you consider your friends; they will be able to see your file at will. Finally, you are given the opportunity to include photographs of yourself and of others associated with you. All of these components will be cross-listed with those of other informants, to create a great network that will eventually provide a precise map of the relationships between all mankind.
Disconnect, and stay connected — So reads the advertisement campaign of a major Internet provider. It has the uncanny paradoxical ring of “War is Peace” and “Freedom is Slavery.” The prevalence of smart-phones and slogans like this are indicative of the social climate regarding Internet communication: no matter where you go and what you do, stay in touch. The pressure to maintain a constant flux of information to and from the hive-mind is growing. Stay updated, says the friendly machine, and make sure to keep me updated too.
Re(Omnipresent, omniscient, omnipotent camera) —Orwell and others have imagined a world in which a totalitarian state placed cameras everywhere, thus allowing for permanent vigilance over the actions of all citizens. They were mistaken —the cameras have not been fixed by the state in specific locations. Rather, it was the citizens themselves who were given immense amounts of digital cameras —often times as part of their smart-phones. It was not even necessary to tell give them any further instructions; out of their own accord they began to constantly photograph and videotape each other.
The Digital Panopticon —It all comes together in Facebook. In the digital age, Bentham’s Panopticon has been inversed —instead of having a single guard constantly observing all the prisoners, we have each prisoner locked up in a mirrored cage, under the perpetual gaze of all of the other prisoners. You watch as part of an anonymous crowd, and are in turn watched —and the crowd is judging you. The most terrifying part of the whole ordeal is that it did not happen due to some well-executed plan devised by a powerful government. Facebook appeared almost spontaneously, a product of our social trends. The digital age has brought on social totalitarianism —and we did not eve notice.
Sinceramente,
NMMP
Janet estudió antropología en una pequeña universidad del estado de México. Tiene 26 años y trabaja como cuidadora en un camión de trasporte escolar privado. Es un camión amarillo y moderno. El número siete.
Salen de muy lejos, pero el chofer la recoge debajo de un puente peatonal en viaducto que le regala media hora mas de sueño. Pasa por ella a las cinco y media de la mañana. Cuando sale de su casa hace frío y le da miedo.
El primer alumno se sube a la seis. Vive en la Anzures. Es un niño de cinco años que se sube con los ojos cerrados y duerme nada más tocar el asiento. Su madre saluda a Janet amablemente. A Janet le cae bien por que a los demás niños pequeños, sobre todos a los últimos, no los acompañan sus mamas.
Recogen a muy pocos antes de subir por la carretera. Por lo general los niños están tranquilos y el chofer tiene la ventana abierta y van rápido y a Janet le gusta como la golpea el aire frío en la cara, cierra los ojos.
Cuando entran a los suburbios el camión se empieza llenar rápido. Esta es una zona donde todos son vecinos, piensa. Llegan a la escuela y son el último camión, la directora esta en la entrada intentando sonreír a todos los alumnos.
Durante el día Janet trabaja sacando copias en la biblioteca o limpiando los laboratorios. Prefiere lo segundo por que puede ver a los animales dentro de los frascos. Un borrego pequeñísimo, uno que nunca nació, encubado con un liquido transparente en un recipiente parecido al de la mermelada pero mas grande. También le gusta el esqueleto y el cráneo, del segundo quiere saber si es de verdad, no se atreve a tocarlo.
Los camiones salen a las dos. Hay un hombre gordo y rosa que coordina todo el movimiento que parece un desalojo militar. Un guardia de seguridad para el trafico con un chaleco y una señal de alto. Los camiones pasan, uno tras otro, imponentes y amarillos, frente al transito desesperado que sólo puede mirar.
Cuando el camión ya esta vacío y llega a ese nudo horroroso frente a los cines de Tacubaya, donde abunda el sopor y el ruido de cláxones, Janet saca las copias que hace en la escuela cuando no la ven. Hay un libro de los Mazahuas que esta leyendo. Cada día saca diez copias. El chofer prende el radio y ella se pone a leer y a subrayar lo que mas le interesa.
Janet lleva el pelo recogido en una cola de caballo larga y negra, también tiene los ojos negros y grandes. Durante toda su vida hizo mucho deporte, tiene las piernas fuertes y las caderas grandes. Los labios parecen siempre estar dando un beso y se pinta las uñas de colores diferentes todos los días. Hay mas de un chofer que intenta diariamente invitarla a salir.
Los alumnos mas grandes del camión la molestan. Cuando les dice que se sienten se ponen de pie, y cuando no esta viendo se cambian de lugar. Los de trece años avientan cosas por la ventana a otros coches. En los asientos delanteros hay un niño y una niña de diez años que amarran un suéter entre los asientos para bajarse los pantalones y mirarse con mas privacidad. Janet no entiende de esto, pero sabe que si lo permite y alguien se entera la corren.
Hay un alumno particularmente molesto. Se llama Diego y tiene dieciocho años, es alto, guapo y fuerte. Los viernes se sube al camión con aliento alcohólico e intenta bromear con el chofer hablándole de futbol. Después, como si fuera cada ves más chistoso, le pregunta, con una mezcla de lambisconeo y burla, que cuándo lo va acompañar de peda, que cuándo se van por unas perras y que en una de esas y hasta invitan a la Janet. Se ríe mientras se aleja por el pasillo, Janet pretende no escuchar.
Un día mientras Janet pasea por los muebles de la biblioteca se encuentra con la imagen de Diego besando apasionadamente a otro alumno menor que el, de unos quince años; un chico bajito y de pelo muy rubio, casi albino, de piel blanca y ojos azules, vistiendo unos pantalones deportivos pegados y con algún letrero en ingles bordado sobre una de las piernas. Janet se da la vuelta instintivamente y camina hacia al otro lado, no puede evitar reírse.
Al día siguiente por la mañana, justo después de que los alumnos abandonan el camión, Janet verifica los asientos y descubre a Diego durmiendo en la ultima fila. Lo despierta tocándole una pierna y este reacciona de inmediato tomándola del brazo con fuerza y jalándola. Janet se espanta, abre los ojos con horror e intenta gritar pero Diego le tapa la boca con fuerza. Le dice: ¡Shhhh! ¡Tranquila! No te voy a hacer nada, sólo no le digas a nadie lo de ayer, por favor, te juro que no vuelvo a armarte un solo pedo aquí pero no le digas a nadie, te lo imploro.
Diego suelta a Janet que sigue asustada y no puede hablar muy bien. Diego se disculpa agregando que no sabía como pedírselo. Janet baja la cabeza, el le sigue pidiendo perdón al mismo tiempo que le pregunta si puede confiar en ella. Mirando al suelo y con ganas de llorar del susto, Janet asiente en silencio.
Sinceramente,
SEMV
Al elegir una temática de “libro de la selva” para una película de acción protagonizada por un catedrático de arqueología, los productores de Indiana Jones se topan con un problema: ¿cómo superar la representación, tradicional en ese género, del profesor como un ente ridículo, impráctico, e incapaz de valerse por si mismo? Desde el Profesor Challenger, de Arthur Conan Doyle, hasta el Profesor Porter, inmortalizado por Edgar Rice Burroughs, pareciera que todo profesor que se digna a poner un pie en la selva —o fuera de las universidades, incluso— está condenado a toda suerte de tropiezos, errores y desatinos. Completamente desconectado de la realidad, el Profesor es blanco fácil y adecuado para toda clase de burlas. Pese a que incluso el Dr. Jones cae presa de varios momentos de slapstick comedy, los productores de Raiders of the Lost Ark rescatan a su personaje principal de esta triste suerte mediante la creación de un tipo hibrido: Indiana Jones es, a partes iguales, profesor de arqueología y cowboy.
La primera pista de los orígenes western del Dr. Jones está en su indumentaria. Ataviado con chaqueta de cuero, botas, camisa de trabajo y sombrero de fieltro y ala ancha; no resulta difícil imaginar a Jones trabajando en algún rancho en Montana o guiando una diligencia hacía California. Aún más significativo, sin embargo, es el látigo: objeto que a un tiempo hace referencia a otro mito mediático asociado con el Oeste americano —el Zorro— y parece resaltar la ausencia de caballos y ganado. El nombre mismo del Profesor Jones puede leerse como evidencia de su naturaleza vaquera: Indiana es uno de los primeros estados occidentales de la Unión Americana, el inicio y punto de partida del midwest.
La presencia de elementos cowboy en el personaje de Jones permiten también una completa americanización del personaje. Jones presenta gran parte de los elementos del americano ideal retratado por Emerson en Self-Reliance y The American Scholar —cultivado en mente y cuerpo, listo siempre para la acción, estoico, valiente, leal, capaz de valerse por sí mismo y cargado con un profundo sentido del deber. Estas mismas características son lo que separa a Jones de René Belloq, su archirival en Raiders. Con típica francofóbia americana, Belloq es retratado como un dandy inmoral, excesivamente refinado, y dependiente de una multitud de esbirros —Indígenas sudamericanos, soldados Nazis— para llevar acabo sus propósitos. Se podría incluso decir que Belloq representa una parodia de otra variación del tema del intelectual aventurero: la presentada por Malraux en La Voie Royale. Con su aparente rechazo de toda moral y su risible comparación del Arca de la Alianza con “un radio para hablar con Dios,” Belloq se convierte en una sátira de la angustia existencial sufrida por Claude y Perken en la novela de Malraux.
Así pues, es posible decir que Indiana Jones, con su nombre geográfico y su atuendo de caballerango, representa una síntesis de dos grandes mitos mediáticos que han permeado la cultura popular estadounidense a lo largo del siglo veinte: el profesor y el cowboy. Sin embargo, parece que las características de cowboy resultan más prevalentes que las profesorales —Jones se siente mucho más cómodo en su uniforme de vaquero que en su traje de tweed. Quizás sea posible extraer una conclusión sobre la cultura norteamericana: el anti-intelectualismo recalcitrante de los estadounidenses, descrito ya por Alexis de Tocqueville en la primera mitad del siglo XIX, requiere que todos los héroes americanos, si quieren salvarse de una ridiculización sin piedad, compensen sus intereses académicos con altas dosis de ruggedness.
Sincerametne,
NMMP
Confesión III
—y entonces esta conocida a la que me cuesta trabajo reconocer me toma del brazo, y me guía hasta la sala, hablándome palabras confusas sobre cuánto me ha extrañado, sobre cómo debí haberle escrito más, sobre el olvido insufrible en el que la he sumido —e inconsciente de su crueldad me hace preguntas para las que no tengo respuesta —y forzado por aquella maldita cortesía de la que pensaba haberme recuperado balbuceo por respuesta cualquier vaguedad apologética —y mis palabras me suenan huecas, falsas —meros gruñidos que no hacen referencia a nada, sonidos sin significado —porque hay un abismo inmenso entre lo que María me dice, y lo que yo oigo, y lo que le respondo, y lo que ella escucha —y un abismo todavía mayor entre lo que le digo y lo que me gustaría decirle, entre lo que ocurre afuera y lo que ocurre dentro —porque dentro de mí, ahora caigo en cuenta, se desarrolla la batalla del ser contra el tiempo, en la que la idea aterradora de que el mundo desaparece cada momento y es recreado cada instante se torna peligrosamente verosímil —volver a la patria de los diecisiete después de vivir otra vida ha deshilachado en mí el velo del autoengaño constante de la consciencia —y así desde que bajé del avión he descubierto que la realidad sólo existe precariamente, sostenida por alfileres entre las nadas paralelas del pasado y el futuro —y es por esto, porque volver ha desatado dentro de mi la gestación de esta batalla intolerable, tumor metafísico en metástasis que va creciendo como un embrión enfermo desde que puse pie de nuevo en este maldito país —es por esto que el órgano de la memoria verdadera, la involuntaria, me hace una falta terrible —porque es solamente a través de la memoria que podemos tender un puente de ser hacía el pasado, establecer algún tipo de puente, de continuidad —y es por esto mismo que ver esta casa y estos rostros de nuevo, o más bien ver esta casa nueva y estos rostros nuevos donde antes estuvieran los otros, ha conseguido producir en mí la sensación de insensibilidad que me ha llenado —ni siquiera está a mi alcance la tristeza, porque para el luto hace falta ser la misma persona antes y después de la muerte, y yo no soy el que era cuando Mariano vivía —y María no es la misma que era cuando yo la deseaba—
Sinceramente,
NMMP
Lo diré una sola vez, para no gastar en repeticiones insensatas la sonoridad de una verdad que me ha sido revelada, y que debería hablar por sí misma:
Alejo Carpentier es Dios, y Roberto Bolaño es su Profeta.
Sinceramente,
NMMP
—y entonces la vieja puta habla, con aquella voz nasal de actriz de película muda que tantas fiestas nos aguara a mi hermano y a mí, en su tono perpetuo de reproche exasperado:
—Te estábamos buscando. Nos habían dicho que estabas en el recibidor.
y me esfuerzo por sentir odio o desprecio por aquella voz, pero me sorprendo incapaz de todo salvo una tibia indiferencia; y la sorpresa es tal que quedo congelado a mitad de la escalera; mirando a estas dos extrañas conocidas, a estas mujeres tan diferentes que sin embargo comparten el nombre, estas dos iteraciones contradictorias de la eterna María Negrete —sin saber qué decir o cómo decirlo, como si los años en el norte hubieran borrado de mi boca la gramática de la lengua de mi madre —y al adivinar mi desconcierto, María la Joven deja crecer su sonrisa triste hasta que las comisuras de sus labios finos acarician el borde de sus pómulos prominentes y lisos —se trata de la boca de mis primeros deseos, la boca otora soñada, imaginada infinitas veces como la cosa más dulce que el universo esconde; la boca jamás besada, y que hoy me parece tan poco deseable como los gélidos labios de una estatua de mármol —María la Joven sonríe y avanza unos pocos pasos hasta llegar al pie de la escalera, en tácita invitación a que me acerque; y entonces, movido no sé si por una cortesía aprendida a fuerza de tropiezos, o quizás por un reflejo surgido de las ruinas de un deseo enloquecido que ha muerto pero ha dejado profundas huellas, mis pies avanzan hasta llegar a ella —y con inesperada soltura ella me abraza y me planta un falso beso en la mejilla, en el más mexicano y más burgués de los gestos; y se separa de mí y me toma de los hombros y me mira a los ojos con aquella misma sonrisa, sacudiendo la cabeza levemente —y la encuentro triste y ya no tan niña —y estoy por decirle algo cuando ella me le el pensamiento y se me adelanta y dice:
—Estás muy cambiado.
Villalobos llegó pocos minutos después, acompañado de otros dos oficiales y del mayordomo. La luz de la oficina era más brillante que la del incendio, así que Rodríguez podía distinguir perfectamente las caras de los recién llegados sin que estos pudieran percibir otra cosa que una luz cegadora, de nave alienígena o aparición celestial.
—Pase, por favor. —dijo Rodríguez con suavidad, al ver que nadie tomaba la iniciativa.
El mayordomo, un hombre mayor y de corta estatura, miró a Villalobos con ojos implorantes. Al no encontrar la menor simpatía, el viejo bajó la cabeza, manso animal domesticado, y subió a la camioneta con dificultad. Apenas hubo puesto pie dentro, Villalobos azotó la puerta detrás de él. Sobresaltado, el viejo torció el cuello como por instinto, buscando una salida. Cuando volvió el rostro, el detective le descubrió una expresión de absoluta desesperanza y resignación infinita que, más que lástima, le provocó asco.
—Siéntese. —dijo Rodríguez con suavidad ensayada, señalando con la mano una silla de plástico del otro lado de la mesa.
El viejo suspiró y se acercó muy despacio. Contra el piso de metal, sus zapatos de vestir resonaban como truenos en miniatura, inofensivos: los cañones de un ejercito de soldados de plomo. Se dejó caer sobre la silla de plástico. Tenía la camisa de vestir ennegrecida por el humo, el rostro lleno de arrugas y la piel de los brazos cubierta de manchas de sol. Una ruina humana, pensó Rodríguez, una derrota andante.
Con gestos lentos, el detective encendió la grabadora.
—Me va a permitir que le haga unas preguntas. —dijo Rodríguez con sequedad, omitiendo el signo de interrogación al final de la pregunta.
El viejo cerró los ojos y suspiró, asintiendo como un buey bajo el arado.
—Bien. En primer lugar, ¿cuál es su nombre?
Entre dientes, el mayordomo murmuró algo incomprensible.
—Hable con claridad, por favor. —con cortesía pero sin cordialidad.
—Enrique Bustamante. —repitió el mayordomo, como quien admite un hecho vergonzoso.
—Por favor, describa en qué capacidad se encontraba usted en el domicilio al momento del siniestro.
—Mayordomo.
Frente a la noche oscura, la casa ardía; y el silencio de la madrugada se desplomaba, destrozado por los alaridos de decenas de sirenas y alarmas. Frente a los ojos hambrientos de luz de los vecinos, la casa legendaria se quemaba, y las llamas, casi blancas de tan rojas, parecían tocar el cielo y tragarse las estrellas.
De pie al otro lado de la calle, el detective Ignacio Rodríguez miraba la escena con un cigarrillo en la boca, pensando que en todo aquello había algo de la belleza de un naufragio visto a lo lejos. Rodríguez intentó imaginar los gritos, los empeños desesperados por abrir una puerta bloqueada por el colapso de algún objeto anónimo e inmovible; o tal vez la resignación triste, casi cobarde, en algún rincón del último piso. Sí, no cabía duda, había algo hermoso en el incendio de aquella casa enorme y ridícula, algo que sugería la justa retribución de un Dios iracundo contra la infinita arrogancia de sus constructores. Ignacio Rodríguez, sin embargo, no creía en Dios, y su principal afán en ese momento no era la contemplación estética del esplendor de la catástrofe, sino descubrir si había sobrevivientes. Encendiéndose otro cigarrillo, descubrió entre las sombras la figura de Daniel Villalobos, detective también, acercarse corriendo desde donde se escondían las ambulancias.
—La vieja, la cocinera y el mayordomo están todos vivos —dijo el recién llegado, sin aliento. —Faltan la hija y el archivista.
—¿El archivista? —preguntó Rodríguez.
—Sí, —resopló el otro, con la espalda encorvada y las manos sobre las rodillas, en actitud que recordaba a un futbolista amateur —aparentemente contrataron a un cabrón para que revisara unos documentos, y el tipo estaba adentro al comenzar todo. Nadie lo ha visto salir, ni tampoco a la niña.
—Ya. ¿Alguno está como para hablar?
—La cocinera está inconsciente y la vieja, histérica; pero el mayordomo aguanta. ¿Te lo mando?
—Por favor —respondió Rodríguez, lacónico.
Villalobos asintió y volvió por dónde había venido. Rodríguez lo miró con desprecio por un momento, maldiciendo en voz baja. Tornó los ojos al fuego y poco a poco, con desgana, terminó de fumar. Con un chasquido de los dedos lanzó la colilla al aire, en dirección a la calle. La pequeña luz roja brilló por un instante sobre el asfalto, un diminuto fragmento del incendio, y desapareció poco después. Se dirigió a la camioneta con las manos en los bolsillos y arrastrando los pies. Al llegar encontró la puerta abierta. Trepó con un crujir de rodillas, y se sentó detrás de una pequeña mesa plegable. Tras tentar un momento en la oscuridad, dio con el apagador. De súbito, la oficina se vio llena de una luz blanca y abrasiva, producto de un foco de halógeno que el departamento no se había molestado en cubrir con ninguna clase de pantalla. Los ojos de Ignacio Rodríguez tardaron un momento en acostumbrarse al brillo artificial, que daba a las paredes metálicas un aire estéril de morgue o quirófano. El detective se aseguró que la grabadora funcionaba y, cruzando los brazos, esperó.
Te deje comida en el refrigerador y dinero en la caja roja. Cuídate. Te quiero.Su madre estará por dos semanas en el extranjero por motivas laborales. Se siente muy mal de no poder estar en casa pero también sabe que así habrá menos problemas.
Tu Mama
HolaY da un paso fuerte exhalando el humo de una nerviosa calada. Que miedo, que amargo puede ponerse esto, piensa mientras se va.
Hola
¿Como estás?
¿Bien y tu?
Bien gracias. No sabía que habías llegado.
Llegué el lunes.
¿Y hasta cuando te quedas?
Hasta el 19.
¿Con quién vienes?
Con Alejandro que me esta esperando ahí.
Bueno.
Que estés bien.
Igualmente.
Mírate.Cuando se va dormir sueña con ella. Sueña que están sentados en una playa al otro lado del mundo viendo una tormenta eléctrica. No se despertará en catorce horas.
Cabrón.
Al final de todo quedaste así.
Hace tanto que no vengo, y ahora, después de tantos años, la casa parece un cementerio —toda vacía, toda llena de muerte, y, paradójicamente, llena de vida: en las paredes crecen hongos, entre los adoquines del patio estallan yerbajos, decenas de especies de insectos se reproducen entre los libros de la biblioteca —pero la casa está muerta, irremediablemente muerta: toda la luz se ha marchado: ya no queda nada del resplandor matutino, refractada mil veces en los incontables candelabros del comedor, que alguna vez iluminara los rostros durante los desayunos monumentales de ciertas mañanas de domingo; nada del brillo de la enorme chimenea que encendían en la sala durante las tardes lluviosas; nada de los fuegos de artificio y las luces de bengala; nada de nada: la casa está a oscuras a pesar de que no deben de ser siquiera las cinco —y al recorrer lentamente las salas, la cocina, las series interminables de cuartos de huéspedes, los baños enormes, los pisos y pisos de la biblioteca circular, espiral, que de niño me hacía pensar siempre en un caracol, pero que en realidad representaba a uno u otro dios de la mitología mexica —me cuesta creer que estoy volviendo a un lugar conocido, a una arquitectura familiar; los recuerdos se me escapan de las manos; y en cada mueble que debía detonar torrentes de imágenes y pasiones pasadas no descubro nada —o más bien si lo descubro, pero se trata de un recordar racional, consciente, voluntario: si me digo: “recuerda,” me escucho decir: en aquella silla, una vez, le hice el amor a una u otra chica de una u otra escuela católica —el nombre, como siempre, se escapa —pero es una cuestión meramente auditiva: no vuelve el rostro de la chica, el color de su pelo —ni tampoco la sensación de sus muslos, o el tono de su voz —recuerdo pero no recuerdo; como si con la luz hubieran huido de la casa todas las sensaciones pasadas, como si la casa hubiera muerto dos veces: la primera en el mundo real —la segunda en mi memoria —y entonces, en estas consideraciones, vagando sin rumbo, escucho una voz que me llama:
—¡Adriano!
desde abajo, desde las escaleras, y entonces me vuelvo, a pesar mío —porque lo cierto es que quisiera seguir buscando, con la esperanza ingenua de quizás encontrar un poco de luz en alguna parte y de ese modo sentir alguno mis recuerdos y recordar que es posible sentirse vivo, que no siempre fue así, que antes, si mi memoria no me falla, mi vida era un festín donde corrían todos los vinos —pero la voz me llama de nuevo:
—¡Adriano! ¿Dónde estas?
y así pues deshago mis pasos: escuchando la madera henchida de humedad y plagas gemir bajo mis pies; respirando un aire pesado, cargado de toda clase de esporas y mohos; sintiéndome otro —no estoy muy bien seguro quién, pero otro; uno que no sabe nada de lo que ha pasado en esta casa; o más bien uno que sabe muy bien, pero uno a quien no le importa —o tal vez uno a quién solía importarle, uno para quién lo que ocurría en esta casa era lo más importante del mundo: uno a quién dejó de importarle —y entonces descubro lo que ha pasado: me siento otro porque soy otro: yo, el de antes, ya no existe: ser, después de todo, es devenir —sucede que he cambiado —tal vez al mismo ritmo que la casa; tal vez del mismo modo —no se, no importa —y entonces al llegar al final del pasillo descubro que alguien por fin ha encendido una luz; y al bajar la larga escalera las veo, de pie en la sala principal, solemnes como en un velorio de cuerpo presente: madre e hija —las últimas habitantes de la casa; la mayor envejecida de forma prematura, buscando esconder con tinte rubio platino y maquillaje excesivo y pudoroso la momificación de su rostro, producto de la vergüenza y la humillación, de la muerte de su esposo y de mi hermano y de las esperanzas de redención; y la joven, la hija, sonriendo con tristeza desde el fondo de sus ojos verdes, con las mismas pecas, el mismo pelo castaño en trenza, el mismo suéter gris; pero en sus ojos hay un cansancio que antes no había, una cierta amargura sin nombre —y mientras desciendo la escalera me doy cuenta que la luz también ha muerto en ellas —nada queda del vértigo que la sola visión de la hija me provocaba, cada vez que se aparecía, sin avisar, como por casualidad, en la calle, desde lejos, acercándose, sonriendo, gritando mi nombre, con los infaltables guardaespaldas, luchando por seguirle el paso, los ojos fulgurantes de vagos terrores —nadad tampoco del desprecio instintivo que la madre me inspiraba, siempre vestida como para una premier, deprimida perpetuamente, jugando a la diva, a la víctima, a la señora feudal —nada, ya no queda nada —mi vida anterior ha sido aniquilada y aquí estoy, perdido y desconcertado, incapaz de orientarme, mirándolas, sin duda, con visible confusión ardiéndome en los ojos. . .
Sinceramente,
NMMP
Sobre la política Norteamericana — Aquí, la izquierda es el centrismo más pusilánime disfrazado de Gran Marcha hacía Adelante; la derecha, un fascismo diluido, disfrazado de Llanero Solitario.
Sobre la política Mexicana — Allí, la izquierda vive en 1968; la derecha católica, en 1923; la derecha "institucional", en 1910. Así pues, no es sorpresa que el país mismo sea anacronismo hecho geografía.
Sobre el horror del Capitalismo —En los trenes del Metro North Railroad, que van de New Haven a Grand Central Station, es posible leer lo siguientes eslóganes publicitarios:
—Disconnect, and stay connected.
—Be more.
—Information is good; control is better.
Cualquiera que sea capaz de leer semejantes líneas sin horrorizarse es sin duda un idiota, un cínico, o un ángel —si no es que las tres a un tiempo, esto por virtud de alguna paradoja postmoderna reminiscente de la santísima trinidad.
Sinceramente,
NMMP
Misanthropy and love —One speaks of being sick of people only when one can no longer digest them and yet still has one’s stomach full of them. Misanthropy is the result of an all-too-greedy love of man and “cannibalism”—but who told you to swallow men like oysters, my Prince Hamlet?
Nietzsche, The Gay Science: III, 167
Sinceramente,
NMMP