viernes, 3 de diciembre de 2010

Selva de Libros

Vine a los Estados Unidos porque quería que dejaran de confundirme con mi padre. En un acto de crueldad disfrazado de tradición familiar, me habían bautizado con su nombre —el mismo de mi abuelo y de mi bisabuelo— y aunque las connotaciones políticas de mi apellido siempre me resultaron incómodas, la cosa se volvió intolerable tras el escándalo de hace cuatro años. Esto, aunado al fracaso de mi matrimonio y la creciente certeza que nadie iba a publicar mi novela, me llevó finalmente a irme de México. En cuanto a la academia, la cosa empezó por inercia. A falta de nada mejor que hacer, solicité admisión al programa doctoral en literatura comparada en una prestigiosa universidad de la Costa Este. Para mi sorpresa fui aceptado, y de pronto me encontré viviendo en una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra, haciendo análisis textual de las cartas de relación de los conquistadores de México.


La vida universitaria me sentaba bien. Disfrutaba de la plácida compañía de los profesores, de mucho tiempo libre, y de los favores ocasionales de una bella estudiante de licenciatura. Me sentía en paz, aislado de los temblores del mundo y de las tormentas de mi país, casi como un monje de clausura. Así pasaron tres años de relativa felicidad, o si no de felicidad al menos de placentera hibernación. Todo aquello se vio interrumpido hace poco más de medio año, cuando escuché hablar por primera vez de la carta perdida.


Ocurrió durante una cena que el departamento de letras hispánicas había organizado en honor de un famoso catedrático catalán, quien había hecho carrera con un enorme volumen sobre el periodo más temprano de la literatura colonial. El hombre debía tener por lo menos ochenta años, y durante toda la cena habló largo y tendido de ediciones raras, archivos perdidos, apócrifas y falsificaciones. Después de la cena hubo un coctel, y fue entonces que el director del departamento me presentó al catalán. Al escuchar mi nombre, el viejo se sobresaltó. Entonces, en vez de la habitual retahíla de preguntas sobre las oscuridades de la política interna del Partido Revolucionario Institucional, el profesor me sorprendió con una referencia a cierto conquistador del mismo nombre, preguntándome si había parentesco. Confundido, respondí que nunca había oído hablar de aquel ilustre homónimo. El catalán me habló entonces de una legendaria carta de relación, supuestamente redactada por el susodicho conquistador, que narraba en gran detalle y exquisita prosa los hechos de la caída de Tenochtitlan. Aunque varios cronistas del dieciocho hacen referencia a la carta, nadie en memoria reciente la había visto. Comprensiblemente, el profesor expresaba dudas sobre la autenticidad e incluso la existencia del documento.


—Pero en todo caso, —dijo al concluir —cuentan que la carta contiene sorprendentes revelaciones sobre lo verdaderamente ocurrido en 1521. Se trata de una curiosidad interesante, ¿no cree?


El asunto me divirtió mucho, pero no le dí demasiada importancia. Me despedí poco antes de la medianoche, alegando que tenía exámenes que corregir. Me fui del departamento contento, soñando despierto con la mítica carta y mi tatarabuelo conquistador.


A lo largo de las semanas siguientes, descubrí que no podía sacarme la carta de la cabeza. En la biblioteca, en los seminarios de teoría de la literatura, en los brazos de mi amante veinteañera —a todas horas me sorprendía pensando en aquel precioso documento. Comencé a construirme una narrativa heroica: mi primer ancestro había sido un hombre valiente, despiadado, sediento de fama y oro; un übermensch andaluz dispuesto a todo, domador de un continente a golpes de evangelio y mosquete. El cuento me producía un placer extraordinario: constituía una justificación ideal y coherente para la posición privilegiada de mi familia, una explicación expiativa capaz de redimir todos los pecados de mis antepasados. Si lo que el catalán había dicho era cierto, México y sus habitantes le pertenecían a mi estirpe por derecho de guerra, y así todas las acusaciones lanzadas en contra de mi padre y mi abuelo se volvían meras vanidades legales sin ningún tipo de peso moral. De existir la carta de relación, mi apellido cesaría de ser objeto de vergüenza: no se trataría ya de la letra escarlata de unos pequeños burgueses vueltos grandes burócratas por una revolución malhadada, sino de la marca orgullosa de una larga línea de aristócratas criollos, señores de México desde hacía cinco siglos. Mi obsesión creció a pasos agigantados, y al cabo de dos meses había comenzado a robarme el sueño. Finalmente, decidí tomar cartas en el asunto e intentar localizar la carta perdida. Intenté contactar al profesor catalán, con la esperanza que el emérito pudiera proporcionarme alguna información que guiara pasos iniciales de mi búsqueda. Sin embargo, poco después me enteré con profunda decepción que el profesor había muerto, y mis esperanzas de encontrar la carta desaparecieron casi por completo.


Poco después recibí un correo del director del departamento de hispánicas, invitándome a comer: el hombre tenía excelentes noticias para comunicarme. Nos vimos en una pequeña cafetería que había debajo del edificio del departamento. El director parecía genuinamente emocionado.


—Creo que lo que voy a decirle va a agradarle de sobremanera. —dijo el director mientras insistía en pagar mi sándwich— La universidad acaba de recibir una de las donaciones documentales más importantes de su historia reciente. Se trata del archivo completo de un excéntrico millonario italiano: más de cien mil manuscritos, incunables y libros antiguos. Lo que hace que todo esto sea de su interés es que el benefactor en cuestión estaba obsesionado con Montezuma, la ópera perdida de Verdi, y así pues el archivo consiste casi en su totalidad de documentos relacionados con la Conquista. Estoy seguro de que usted encontrará fuentes valiosísimas para su investigación.


Semejante noticia me dejó helado. Hice lo posible por mantener la compostura, y en cuanto la cortesía lo hizo permisible me despedí del director. No podía evitar pensar que, tal vez, el archivo del italiano contendría una copia de la carta perdida. Fui corriendo a la biblioteca, donde me dijeron, para mi horror, que el archivo no estaría abierto a la investigación hasta dentro de por lo menos seis meses, tiempo que tomaría catalogar sus contenidos. Me fui a casa en un estado deplorable, convencido de que la espera iba a volverme loco mucho antes de transcurridos los seis meses. Esa misma noche resolví entrar al archivo a escondidas.


Lo logré por primera vez una semana después. Un fajo de dólares en las manos del guardia de seguridad de la biblioteca me granjeó no sólo la entrada, sino también la localización exacta del sótano donde habían almacenado el archivo en espera de clasificación. Armado de una linterna y de mi computadora portátil, me adentré por primera vez en la selva de papel. El avancé resultaba difícil; los documentos estaban empacados en unas trescientas cajas de cartón, y lo tupido de los fajos significó que el amanecer me encontró sin haber terminado de revisar la primera caja. Regrese la noche siguiente, y la próxima también, pero al cabo de una semana sólo había logrado recorrer las tres primeros bultos. Frustrado por la lentitud de mi progreso, decidí tomar medidas más serias.


Con la excusa de una visita al Archivo General de la Nación, en la Ciudad de México, pedí permiso en el departamento para ausentarme un mes. Me hice de un saco de dormir, así como de provisiones de agua y comida para tres semanas y de todo lo necesario para una expedición más seria. Así como mi ancestro había recorrido a machetazo limpio las oscuras selvas de Veracruz, yo me preparaba para mi propio viaje de descubrimiento a través de una selva de libros, en busca de un El Dorado de papel. No pensaba salir de ese sótano hasta haber encontrado la carta perdida.


No se cuanto tiempo pasé en el archivo. Perdí la cuenta de los días cuando se terminaron las baterías de mi linterna y me vi obligado a quemar el cartón de las cajas para iluminar los textos que leía. Las pocas veces que alguien entró al sótano logre esconderme sin demasiada dificultad, y no creo que nadie sospechara de mi presencia en el archivo. Al alargarse la búsqueda fui racionando la comida, y cuando está se terminó, aprendí a alimentarme de las muchas alimañas que habían hecho nido entre el cálido abrigo del papal viejo. Una tubería rota en un rincón me proveía de toda el agua que necesitaba, y una oquedad en el otro extremo funcionaba a la perfección como letrina. El momento de mayor horror me aconteció cuando, al abrir una caja nueva, me encontré con una serpiente coralillo viva, quizás la expresión más excéntrica de la obsesión del italiano por Mesoamrica.


En la caja ciento treinta y dos encontré la carta. Se trataba de una traducción al francés, editada en Marsella en 1713. La devoré con ojos ávidos, sin comer ni dormir durante todo el tiempo que me tomó leer las mil quinientas páginas del volumen. La relación contenía, en efecto, revelaciones extraordinarias, de las cuales solo reproduzco la más sorprendente: resulta que el cuento del apedreamiento de Moctezuma es falso; gracias a los auspicios de un oscuro monje dominico, el emperador vendió la ciudad a cambio de la salvación de su alma, y acabo sus días en un convento extremeño. Al final del libro, sin embargo, me esperaba una terrible decepción: una postdata, añadida tras la muerte del autor por un su amigo y confesor, lamentaba que un hombre de semejante talla como el autor de la relación hubiera muerto sin descendencia para portar su nombre.


El descubrimiento me destruyó por completo. En un acto de furia, hice trizas el viejo volumen y le prendí fuego. Esperé a que las últimas brazas fueran cenizas, y entonces salí de la selva. El sol de mediodía casi me ciega. Sin hacer siquiera una parada en casa para limpiarme la cara, fui a ver al director del departamento y, sin darle explicaciones, le exigí que me diera de baja del programa doctoral.


El lunes siguiente apliqué para la ciudadanía norteamericana y solicité un cambio de nombre. Poco después me arrestaron por incendiarismo.


Sinceramente,

NMMP


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